Foto J. Passos
Un cielo plomizo dio paso a una borrasca huracanada. El viento, horizontal y cortante, parecía deslizarse sobre el río, con rachas de aspecto incongruente, como una tétrica procesión de fantasmas vaporosos patinando sobre una desierta llanura siberiana.
A las dos de la tarde se cortó la luz. A las tres, la furia tempestuosa se había aplacado. Ahora llovía en sesgo sobre el antiguo empedrado gris y pulido de las calles. En el enramado de los árboles la ventisca tocaba su flauta quejumbrosa.
Esta tormenta es la última postal que el invierno nos remite antes de seguir viaje. El desfile militar del 7 de setiembre, fecha patria brasileña, cayó sobre las tropas en marcha como un enjambre de flechas durante un combate medieval. Dispersó al público que, huyendo como hormigas ante el gas letal lanzado por un agricultor furibundo, buscó resguardo en cualquier atrio vacío o bajo las cornisas frente a los escaparates de las tiendas comerciales, cerradas por ser feriado nacional no laborable.
Pocas veces el cielo me obsequia un paisaje tan acorde con mi estado de ánimo; o lo contrario. Ha sido un día de plena conjunción; vibramos en la misma onda hertziana. Hoy tengo alma de bolero, pero, como vivo en Brasil, si tuviera un viejo tocadiscos colocaría algo de la inefable Dolores Durán, o me leería unos versos de Vinicius. Y si viera entrar a esa dama tán blanca a la que alude el antiguo romance del enamorado y la muerte, la invitaría a un trago… ¡Quién sabe, hasta cenaríamos juntos a la luz de las velas!
Pasada las diez y media de la noche, ha vuelto la luz. Pienso en vos, querida amiga. Aún sin poder concentrarme en ningún rasgo físico tuyo, o pese a no conocer tus características, tu humor, o alguna hilacha de tu alma. Pese a ello, pienso en vos.
Asimismo, podría decirte que hoy tengo algo de Joaquín Sabina rodándome el coco. El blanco de las casas encaladas de su Andalucía natal, de los pueblos con burricos cargados con cestas de aceitunas; el rasguido límpido y los acordes indo-árabes de la guitarra flamenca; los ayes afónicos y guturales de un cantaor traídos por la brisa primaveral desde algún mesón del sevillano barrio Santa Cruz, o los aromas mediterráneos impregnando la Feria de Abril, en la capital andaluza, con su multicolorido desfile de majas con mantilla y toreros vestidos de oro y grana. Y un cierto rancio, como pátina de fondo, diluído en la urgencia ríspida y babilónica de los rostros anónimos y fríos de Madrid. Hoy soy pura nostalgia. Me siento Sabina y viceversa.
Ya lo sé, rubia, vos no sos terapeuta ni Madre Teresa de Calcuta; tenés tus propias nanas y tus nenes. Pero, ¿me permitís decirte algo?: Hoy quisiera ser yo quien aparece abrazándote en esa foto, mientras vos le lanzás a la cámara una sonrisa enigmática, con algo de la Gioconda, con los brazos apoyados sobre la mesa y el mate en una mano. Te diría más: creo que hoy serías vos quien debería abrazarme, al tiempo en que yo, apretando el mate, dudaría entre mirar la lente o despejarme los ojos. El hecho es que el próximo sorbo tendría un dejo a sal.
Mirá vos, ¡yo que le huyo al tango como el diablo a la cruz, hoy te escribo como un tano nostálgico del 900, que contemplara ensimismado las aguas del Plata mientras echa de menos a alguna dolce ragazza que lo despidió en el puerto de Nápoles, o que se volvió un puntito indefinido y de inexorable adiós, caminando absorta, vacía y ausente, por las arenas inhóspitas de alguna olvidada bahía en el Golfo de Sorrento!
Al estilo de un vecchio anarco inconformista, hoy es mi cuore el que me sabotea, como si desde otro tiempo me gritara: “maledetto, così pagano i capitalisti”!
Bueno, rubia, perdoname el jonba. Pero es que intuyo algo en vos de mamma per tutti, y aunque no nos conozcamos, quisiera decirte que hoy te perdonaría todo. Si me colocaras un tango, te lo aguantaría; quizá, si me ayudaras, arriesgaría unos pasitos tímidos contigo, siguiéndote por la sala, entre la mesa del centro y los sillones, poniendo más cuidado en no pisarte los pies, que en acertar el paso.
Darío Garcia
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