Arte: Jorge Passos |
El
hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el
pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una
yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre
echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre
engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La
víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo
de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las
vértebras.
El
hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y
durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos
puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente
se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su
rancho.
El
dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y
de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como
relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la
pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad
de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó
por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche.
Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa
hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de
ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un
ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
-¡Dorotea!
-alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña!
Su
mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres
tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
-¡Te
pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero
es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No,
me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La
mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó
uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
-Bueno;
esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con
lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne
desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los
dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban
ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento
parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió
incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la
frente apoyada en la rueda de palo.
Pero
el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su
canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del
Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del
Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a
Tacurú-Pucú.
El
hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el
medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en
la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una
mirada al sol que ya trasponía el monte.
La
pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo
que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el
pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con
grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó
que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió
a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que
estaban disgustados.
La
corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y
el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en
cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de
pecho.
-¡Alves!
-gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre
Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza
del suelo.
En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El
hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente,
cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El
Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes,
altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las
orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque,
negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla
lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en
incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y
reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su
belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El
sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la
canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro,
enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía
apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta
inspiración.
El
veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y
aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída
del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas
estaría en Tacurú-Pucú.
El
bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No
sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su
compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón
mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría
pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y
el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya
entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura
crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una
pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá
abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a
ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre
que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el
tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres
años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho
meses y medio? Eso sí, seguramente.
De
pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué
sería? Y la respiración...
Al
recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había
conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o
jueves...
El
hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un
jueves...
Y
cesó de respirar.
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