sábado, 30 de outubro de 2010

Apuntes sobre Jaguarão


Esta tarde de invierno, casi de primavera, tiene las manos frías. Temprano en la mañana pude oir entre sueños cómo empezaba a lloviznar, con un gotear sordo y espaciado al principio, apenas audible, con la discreción como de quien entra al cuarto donde hay un niño dormido, y en puntillas se acerca a su cama para observarlo y luego se va sin ser percibido.

Ahora, sin embargo, la lluvia tamborilea sobre la piedra dura y secular de las calles de esta bonita ciudad. Quisiera que vieras sus aires de Portugal antiguo en las fachadas coloniales, en la arquitectura aún lozana y elegante de centenas de casas, cuyos estilos van del neoclásico al art nuveau, algunas saturadas de elementos barrocos diseñados en yeso, formando intrincadas filigranas y espirales, volutas de dar vértigo, con efigies cuyo perfil me recuerda las monedas acuñadas en la Roma imperial; mansiones majestuosas como damas antiguas, en cuyos frisos superiores reposan en actitud hierática pequeños ángeles y deidades artísticamente desnudas, quienes observan el paso de las generaciones, indiferentes al clima e inmunes al transcurso del tiempo.

El nombre Jaguarão deriva de la palabra jaguar, felino montaraz de mediano porte, muy común en esta región, en otra época. La ciudad fue fundada durante el primer tercio del siglo XIX, a orillas del río del cual tomó su nombre.

Posee dos importantes iglesias católicas, la Matriz, en estilo colonial portugués pintada de color amarillo-crema, y otra con un carácter entre anglosajón y gótico, cuya nave principal, estrecha y cónica, se eleva victoriana entre casas añejas y bien conservadas, a una cuadra de la avenida 27 de Janeiro, la arteria vial más importante: el centro.

Esta iglesia siempre me inspiró una inefable sensación de retiro y desamparo. Hay algo lúgubre en ese azul-cielo que la reviste. Posee un vislumbre atemporal y escatológico bajo su aspecto de circunspección compungida, como si esa aureola de soledad enmudecida irradiara su impronta en derredor. Allí todo es silencio, discreción, sosiego.

En la acera de enfrente hay una funeraria bajo el muy católico nombre de San Antonio. Por lo que solamente haría falta una pequeña y reservada necrópolis para cerrar el triángulo. Todos los sacramentos otorgados en la misma calle. Nacimiento, bautismo, crisma, comunión, catecismo, esponsales…; funeral y sepultura.

Así es que evito caminar por esa alameda ideada para el tránsito de las almas, y donde haría falta ver de vez en cuando una pareja de adolescentes en el pináculo de su arrobo erótico, elevándose angélicos en un abrazo tántrico sobre esas cúspides mojigatas y frías. Haría falta un desfile dionisíaco, con sátiros y ninfas al estilo de una bacanal griega, al son de laúdes, panderetas y flautas, con odres turgentes de vino tinto, e insinuantes atuendos de hojas de parra, ceñidos por diademas de vid, laurel, retama y muérdago.

Este santuario azul tiene su historia. Según se cuenta fue costeado por una dama rica y mal amada. Minervina.

La noche de su boda su marido la abandonó. Y por lo que intuyo debió canalizar su libido hacia lo sagrado, llevando quizá una existencia de beata aristocrática y ceremoniosa. Ya cerrado su sexo al amor y a la vida, que no engendró, desde el plexo solar y hacia arriba, Minervina fue una novia de Cristo, dejando como herencia el peculio que después erigiera este templo azul, que por fuera se ve pálido y triste, pero no exento de cierta majestad y ponderado fasto. ¡Concedámosle un crédito! Popularmente heredó de su mecenas el mote de “a igreja Minervina”.

Recuerdo cuando, con ocho o nueve años, mi tía Marfiza me llevaba a la misa de los domingos en la Espíritu Santo, la Matriz yaguarense, la de color crema.

La torpeza y desazón comenzaba desde mi natural zurdez, pues todos se persignaban con la diestra, y seguía por mi total ignorancia de los ritos y textos misales, sin obviar el frío ambiente en la nave de bóveda enorme con vitrales policromados, y el aspecto febril y sombrío en los rostros de aquellos santos de semblante anémico que nos atisbaban desde sus nichos pétreos.

¡Pobre tía Marfiza! Yo le veía un aire de monja en vacaciones, el perfil austero, su religiosidad cumplida a diario, al levantarse y antes de irse a dormir. Casada y sin hijos, con un marido que me parecía sacado de un libro de fábulas germánico, pero que era un hombre simplón, algo avaro e infantil. Dos caras de una misma moneda. La seriedad y probidad de mi tía, y la burlona comicidad de su esposo, a contracara. Gente sencilla y buena, salvando las distancias. Y por lo que entonces deduzco, mi tía me quería a su modo, y yo siempre le devoté un afecto obsequioso y reverente.

En el verano del 2005 yo estaba en São Paulo cuando tía Marfiza falleció, el 10 de enero. Nueve días después murió su marido. Y así se cerró un singular capítulo de la historia de mi familia materna. De quince hermanos van quedando ocho.

La lluvia ha cesado. Algún automóvil chapotea al paso, rodando sobre las discretas charcas que se acumulan en las sinuosidades donde las piedras se han hundido un poco en su lecho de arena.

Mi calle es tranquila cuando llueve, porque los bazares de ropa y electrónicos a precios populares se vacían de clientes estos días mojados. En su mayoría son uruguayos que cruzan el puente Mauá atraídos por los costos y las novedades. Pero, además de la lluvia, los sábados, especialmente a la tarde, esta calle hiberna en un estado de casi yoga.

Los domingos, si hay sol, se ven parejas de enamorados tomándose fotos desde el paseo embaldosado que bordea el río, y que surge al pie del edificio de la aduana. También pasan por aquí familias con niños bulliciosos y saltarines como gorriones mañaneros.

En la margen opuesta, ya en territorio del Uruguay, puedo ver, recortada entre el cielo y la playa, su arboleda, emergiendo entre verdes pastizales, en la cima de un pequeño declive. Bajando por éste, en dirección al río, una franja de arena de guijarrillos gruesos, donde recuerdo que, radiantes como patos, pasáramos muchos veranos de nuestra infancia. Época, como suele afirmarse, en que éramos felices. Pues, de ello, hoy no me cabe la mínima duda.

Dario Garcia - (viajeroenlared.blogspot.com)

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