De pequeño cerraba los ojos
y volaba hacia un mundo sin fin,
con pagodas de tejados rojos
construidas por un mandarín.
Entre puentes de piedra y madera,
junto a un Buda dorado de sol,
y una joven princesa que era
guapa y dulce y valiente en su rol;
con su guardia de monjes volantes
que por ella solían morir,
sobre templos y arroyos danzantes
que un tirano quería destruir…
(De Hong Kong y Taiwán nos llegaban
esos épicos filmes de honor).
Más que al arte de los que guerreaban,
cobijaba en mi pecho el ardor
por la bella heredera que amaban,
y el valiente galán vengador.
Hoy ya no es novedad ese cine
sobre bonzos que saben kung-fu,
y hasta un tonto, que poco camine,
puede verlo en Varsovia o Corfú.
Esos ojos que tienes, Janine,
ese mundo me han hecho soñar:
¡Soy el niño de ayer, el que hoy vine,
que a la China quisiera volar!
Eres guapa como la princesa
de la corte de un reino marcial.
Tu semblante tiene la belleza
de una obra de jade oriental.
Y al volver de tu viaje, has traído,
sabe Dios, si al pasar por Japón,
o si un monje shaolín, te ha ofrecido,
su valioso amuleto prohibido
donde tiene grabado un dragón.
Tu cabello en cascada se adhiere
a tu rostro, jugando con él,
¡y este tonto de celos se muere
por soñar con su aroma y tu piel!
(Conversamos y tú me dejaste,
pues, dijiste que ibas a cenar;
ya pasado algún tiempo, llegaste,
diste gracias, y me preguntaste
de una frase que escribí al mirar
una foto que tú te tomaste
y en la que parecías meditar.
¡Nuevamente, otra vez te marchaste,
como un hada se pierde, al volar,
sin razón ni porqué, te alejaste,
siendo yo quien se puso a pensar!).
Pido a Dios que tu senda ilumine
y la pinte de un bello color.
¡Con mis versos te envío, Janine,
capullitos de rosas en flor!
Dario Garcia (Uruguay)
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