domingo, 22 de abril de 2012

Bobby Fischer: a explosão de um gênio


Sobre esta partida, considerada a “partida do século”, publicamos a seguir, fragmento do texto "El pequeño Bobby, 3a.parte"  de E.J. Rodríguez,  retirado da revista Nuestro Círculo, Semanario de Ajedrez, editado na Argentina e que você pode acessar por completo clicando AQUI


(...) Pero ya tan pronto como en el decimo-primer movimiento comenzaron las sorpresas inesperadas. Fischer dejó un caballo indefenso en un extremo del tablero, en lo que a primera vista parecía un regalo a cambio de nada… pero Byrne no podía capturar la pieza, porque tras analizar el extraño “regalo” se dio cuenta de que haciéndolo se arriesgaba al desastre. Aquel sacrificio de caballo que Byrne no podía aceptar —según escribió después el campeón mundial Mihail Botvinnik, un “movimiento pasmoso y sensacional” y según el ajedrecista y famoso escritor especializado Fred Reinfeld “una de las jugadas más poderosas en la historia del ajedrez”— hizo que la partida adquiriese un súbito interés añadido. Apenas habían empezado a jugar y ya estaban pasando cosas extrañas sobre aquel tablero. Aquel chico sabía tender trampas demoníacas tan intrincadas como las de un maestro adulto. El talento de Fischer estaba gestando su propio Big Bang.

En las jugadas siguientes, Fischer comenzó a organizar un ataque que a los espectadores de la partida les parecía tan inconexo e incierto como intrigante. El niño logró su objetivo inicial de impedir que Byrne se enrocase para proteger a su rey. Si la undécima jugada, aquel sacrificio de un caballo, ya había despertado asombro y había regalado a los presentes un momento de espectacularidad digna de Hollywood, lo que estaba a punto de suceder iba a desbordar las posibles expectativas no ya de los asistentes al torneo, sino del mundo del ajedrez en pleno. Conforme avanzaba la partida, metido en inesperados problemas cuya naturaleza no acababa de entender, Byrne se esforzaba por defenderse del difuso pero amenazante plan de su insignificante adversario. Amenazó la dama de Fischer, pensando —como lo pensaban todos en la sala— que cualquier jugador, y muy especialmente un jugador tan joven, haría cualquier cosa por salvar a la más valiosa de sus piezas ofensivas.

Pero con su dama en peligro ante un maestro consagrado, el ajedrecista que aún acudía al colegio hizo algo que en aquel mismo instante nadie excepto él pudo entender. Renunciando a salvar a su dama como hubiera sido de esperar, movió un alfil en una jugada a primera vista sin mucho sentido, iniciando una de las combinaciones más famosas de la historia del ajedrez (y teniendo en cuenta de quién provenía y cuál era su edad, también una de las más geniales). Era tal la profundidad de la jugada, que ni siquiera los maestros que contemplaban el juego pudieron captarla. Los jugadores presentes intercambiaron miradas de perplejidad y decepción: ¡qué lástima! El chaval lo había estado haciendo de maravilla pero finalmente había sucumbido a la presión y se había equivocado, entregando su dama a cambio de un ataque más bien incierto. Ahora, todo lo que Donald Byrne tenía que hacer para salir de apuros era capturar esa dama y sacar provecho de la superioridad de piezas.

Que un chaval talentoso ganase a un maestro en un descuido, entraba dentro de lo posible. Pero que lo hiciera con jugadas dignas de un genio resultaba sencillamente impensable.
Eso fue un juicio equivocado, emitido a primera vista por quienes contemplaban la partida pero no la estaban jugando. Pues Donald Byrne, el rival de Bobby, no respondió rápidamente a aquella jugada que a los espectadores les parecía tan clara. De hecho, pasó más tiempo del esperado pensando su siguiente movimiento, con el rostro contraído en una mueca de intensa concentración. El maestro estaba atónito: al buscar las implicaciones del extravagante movimiento de Fischer —un movimiento tan inesperado que lo había obligado a volver a analizar todo el tablero— él también lo había visto. Resulta difícil imaginar lo que sintió un ajedrecista importante en el irreal instante en que, ante sus propios ojos, un chiquillo de trece años desplegaba un plan de ataque no ya digno de un gran jugador, sino sencillamente de un genio con mayúsculas. Después de aquel movimiento de alfil, el tablero parecía haberse teñido completamente de negro ante los ojos de un atónito Donald Byrne.

El maestro descubrió que aceptar el insólito sacrificio de dama su jovencísimo rival era una mala idea, pero que rechazarlo ¡era una idea todavía peor! De manera casi inexplicable, un jugador de prestigio internacional se encontró con que no tenía salidas buenas frente a un simple escolar que no llevaba pantalones cortos de milagro. Byrne, tras mucho meditar, optó por la opción menos mala, esto es, capturar la reina que su rival le ofrecía. Pero para entonces ya no había remedio: Fischer, sin importarle haber perdido su más importante pieza, inició una serie de jaques consecutivos con los que diezmó las defensas de su adversario, mientras los asistentes observaban completamente incrédulos al espectáculo, dándose cuenta de que aquella partida había estado escapando a cualquier concepto preestablecido. Byrne, aun entendiendo que iba a perder, no se rindió y siguió jugando… probablemente para que el joven Bobby pudiera lucirse llegando al jaque mate final, cosa que inevitablemente hizo.

Al terminar la partida, una vibrante excitación flotaba en el recinto. Todos eran conscientes de haber sido testigos de un momento único; ya podían intuir que lo que aquel endemoniado Bobby Fischer acababa de hacer sobre un tablero tenía tintes posiblemente históricos. Le hicieron reproducir la partida ante las cámaras y de hecho terminaría ganando el premio a la partida más brillante del torneo (no es que fuera una de las más bellas de aquella competición, ¡es una de las más bellas de la historia!). 

Al día siguiente, el analista de ajedrez de un periódico local tituló su crónica como La partida del siglo, nombre con la que se la conoce hasta hoy. No sólo por lo mágico de su juego —obviamente, a lo largo de todo el siglo XX hay otras muchas partidas candidatas a ese título— sino por el hecho de que no hubiese sido un Gran Maestro sino un mocoso de trece años el autor de semejante sinfonía ajedrecística. (...)

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